“1978-1986. Crónica de una transición fallida”: Introducción
“1978-1986. Crónica de una transición fallida”: Índice y prólogo
Trabajo tomado del periòdico El Caribe
Con la autorización del autor, el periodista y escritor Miguel Guerrero, elCaribe digital presenta “1978-1986. Crónica de una transición fallida”, puesta en circulación en octubre del 2020, en plena pandemia del COVID 19, y que ofreceremos por entregas. Acceda al índice y al prólogo aquí
Necesaria explicación
JUEVES, 24 OCTUBRE, 2024: El 16 de agosto de 1978, el candidato opositor del Partido Revolucionario Dominicano (PRD), el hacendado Antonio Guzmán Fernández, de 67 años, fue juramentado como Presidente Constitucional de la República, tras un accidentado proceso electoral en el que derrotó al mandatario y candidato del Gobierno, Joaquín Balaguer, quien ejercía el poder desde julio de 1966. La misma noche de las votaciones, cuando el escrutinio de los votos indicaba la segura victoria de Guzmán, jefes militares partidarios de Balaguer intentaron detener el escrutinio irrumpiendo en las oficinas centrales de la Junta Central Electoral (JCE) paralizando por varios días el conteo y tomando virtualmente como rehenes a los miembros del órgano electoral. Después de varias semanas de angustiosa paralización, se llegó a un acuerdo en virtud del cual el Gobierno aceptó la victoria de Guzmán, cediendo a cambio al Partido Reformista Social Cristiano, de Balaguer, cuatro senadurías con lo cual el ex-presidente mantuvo el control de la Cámara Alta y, por consiguiente, el Poder Judicial, dado que entonces correspondía al Senado la designación de los jueces.
El ascenso de Guzmán a la Presidencia se interpretó en ese momento como el inicio de una transición democrática y el fin definitivo del legado de la dictadura de 31 años de Rafael Leonidas Trujillo Molina, a partir de 1930, durante la cual Balaguer mantuvo vínculos estrechos de colaboración ocupando las más altas posiciones, desde secretarías de Estado, hasta la Vicepresidencia y Presidencia de la República. Ocho años después, en 1986, Balaguer volvería a la Presidencia por otros 10 años, tras dos tumultuosos períodos de Gobierno del PRD, en los que las pugnas internas y las luchas de tendencias se interpusieron en los esfuerzos de Guzmán y de su sucesor, Salvador Jorge Blanco, para encarar con éxito los graves problemas económicos y sociales que entonces afectaban a la República.
Este libro intenta ser una radiografía de esos ocho años de Gobierno del PRD; de sus rivalidades al más alto nivel y de las pugnas que distanciaron a su más alta dirigencia, lo cual frustró la marcha hacia una transición realmente democrática. Guzmán se suicidó 43 días antes de finalizar su mandato y Jorge Blanco fue condenado a 20 años de prisión bajo cargos de corrupción tras dejar la Presidencia. Un final trágico para lo que pudo haber sido un tránsito firme hacia una democracia real.
Los hechos que se narran en este libro están basados en una amplia recopilación de la cobertura de los diarios nacionales y las agencias internacionales de prensa, y especialmente de mi columna diaria en El Caribe, así como de los periódicos y revistas extranjeros para los cuales trabajaba o escribía periódicamente. Esa voluminosa documentación y los papeles de mis archivos personales sobre la época, serán donados al Archivo General de la Nación (AGN) dado el interés que esos acontecimientos tendrán para los investigadores en el futuro.
Una obra como esta no es el fruto de un solo esfuerzo. Por tanto, me siento en la obligación de expresar mi profundo agradecimiento al director del matutino Hoy, Bienvenido Álvarez Vega, por el entusiasmo con que acogió mi solicitud de colaboración para
ilustrar la matanza de decenas de ciudadanos durante las protestas de abril de 1984. Gracias a su gestión y la del director del AGN, el historiador Roberto Cassá, las gráficas de esos incidentes quedan como una irrefutable evidencia de lo acontecido. Otro notable historiador, José Chez Checo, presidente de la Academia Dominicana de la Historia, prestó su valioso servicio al revisar el borrador final y al encargarse de la tediosa y difícil tarea del índice de nombres.
Debo especial agradecimiento al historiador Juan Daniel Bálcacer, quien no solo dedicó horas a la revisión del borrador de este libro con recomendaciones que ayudaron a mejorar el texto, sino que también accedió a prologar esta obra. Otras personas hicieron con su esfuerzo posible esta publicación. Doña Xiomara López, hizo una pausa a su retiro, para digitar una y otra vez las correcciones que se fueron haciendo en el proceso en que el texto fue adquiriendo forma. Agradezco también la colaboración de mi sobrina Marielly González Guerrero, ejecutiva de nuestra empresa familiar de comunicaciones, a Laura Adriana Guzmán y Grey Núñez, del personal de la agencia, por su espontánea colaboración. Mi reconocimiento también a Iris Nazaret Díaz Filpo, quien interpretó a cabalidad mi idea sobre la portada del libro, logrando resumir así gráficamente desde el mismo inicio la esencia de esta obra sobre uno de los períodos más controversiales y violentos de nuestra historia reciente. Julissa Javier, de Editora Centenario, fue de enorme ayuda en la ejecución de los cambios que se hicieron necesarios en cada revisión del texto.
Mi esposa Esther y mis hijos Lara y Miguel fueron las columnas de apoyo más sólidas e importantes durante el proceso de redacción, corrección y publicación del libro que pongo a juicio de mis contemporáneos.
A manera de introducción (1977)
El año inició con malas noticias. A comienzos de enero las naciones exportadoras de azúcar de América Latina y el Caribe que forman el grupo denominado GEPLACEA, anunciaron su decisión de reunirse a finales del mes siguiente en La Habana en otro esfuerzo por hallar fórmulas comunes para evitar nuevas caídas de los precios en los mercados internacionales, pero muy pocas de ellas se hacían ilusiones respecto al futuro de la gestión.
El propósito de esa cita era tratar de unificar las diversas posi- ciones y redactar una propuesta conjunta a presentarse un mes más tarde en Ginebra, donde las naciones productoras y consumido- ras de azúcar discutirían la posibilidad de un acuerdo internacional para regular el comportamiento del mercado en condiciones satis- factorias para ambas partes.
Esto significaba que los países exportadores deberían salvar dos grandes dificultades. Encontrar primero fórmulas conciliatorias frente a las disímiles actitudes que aparentemente entorpecían la formulación de una política común entre sus miembros. Y después vencer en la gran batalla que significaba forzar a las grandes nacio- nes consumidoras a aceptar niveles mínimos de precios óptimos para la industria del dulce, en momentos en que el mercado inter- nacional rodaba en un abismo insondable marcado por la depresión y la incertidumbre.
Los países productores como la República Dominicana cuyo bienestar y estabilidad dependían en cierta medida de la orienta- ción del frágil e irregular mercado azucarero, cifraban grandes espe- ranzas en los términos de un convenio internacional que finalmente no pudo lograrse.
Un aumento en la producción mundial de azúcar, que ya en enero se estimaba por encima de las proyecciones del consumo mundial en casi 6,000,000 de toneladas métricas, ponía a los países exportadores en una incómoda posición de negociación. Con una producción mundial de 87,041,000 toneladas contra 81,870,000 en 1976, era improbable forzar un cambio favorable en la tendencia del mercado.
En La Habana, GEPLACEA trataría de encontrar los medios de que ese enorme excedente no influyera en la mesa de negocia- ción de Ginebra en abril, aunque necesariamente las cifras existían con toda su negativa fuerza brutal.
Fuentes de la industria dominicana confiaban que uno de los puntos a dilucidar en la capital cubana fuera la posibilidad de re- currir al almacenamiento como un arma de presión para estimular el mercado. Pero muchos países, aleccionados por la experiencia dominicana y filipina que recurrieron sin mucho éxito a ese expe- diente en los primeros meses del 1976, se apresuraron a salir de sus excedentes cuando la tendencia del mercado comenzó a ser orienta- da por la sicología del conocimiento de grandes existencias.
Por irónico que parezca, en cierta medida el éxito de la gestión dependía de los resultados de un boicot que los consumidores de Estados Unidos declararon al café en reacción por los estrambóticos precios mundiales del grano. “Es sencillo suponer” dijo un escép- tico funcionario dominicano, “que si merma el consumo interna- cional del café, el futuro de los precios del azúcar se ensombrecerá. Todo el mundo sabe que la mayoría de los bebedores de café em- plean azúcar y si dejan de comprarlo, su consumo de azúcar será notoriamente menor”.
De todas formas, la mayor preocupación radicaba en las pers- pectivas de la conferencia de La Habana y estas no lucían, a más de un mes de su celebración, muy claras en enero. La República Do- minicana, por ejemplo, no había decidido todavía su participación en esa conferencia. “No sabemos si vamos a participar”, dijo Qui- rilio Vilorio Sánchez, director del Instituto Azucarero Dominicano (INAZUCAR).
Aunque finalmente los delegados dominicanos asistieron a la cita el 28 de febrero, resultaba obvio que la declaración de Vilo- rio Sánchez era temprano indicio de que las naciones exportadoras aglutinadas en GEPLACEA tenían muchos problemas internos que resolver entre sí, antes de poder hacer frente a la renuencia de los grandes consumidores de aceptar un convenio internacional redac- tado en términos aceptables para sus intereses. Frente a las predic- ciones de una producción mayor que el consumo, su única fuerza verdaderamente eficaz lo daba su control sobre el 60 por ciento del azúcar mundial. No obstante, las divergencias de criterio respecto a la forma en que se debía orientar esa lucha planteaba la posibilidad de una fisura grave en la unidad aparente del bloque. Mientras Cuba, México y otros países favorecían una posición dura, la República Do- minicana se inclinaba a una fórmula conciliatoria para evitar toda posibilidad de una confrontación entre productores y consumidores.
Funcionarios dominicanos insistían entonces que un choque de este tipo dificultaría la búsqueda de una solución satisfactoria al problema derivado de un mercado en baja constante, con todas las consecuencias que tendría para las economías de países depen- dientes en gran medida de sus ventas de azúcar al exterior. Los in- formes de que China Comunista recurría al mercado internacional para suplir sus necesidades de azúcar crudo, que luego refina para la exportación, aparecían como el único punto luminoso en un cuadro sombrío dominado por la incertidumbre y las pocas esperanzas de que los precios se reanimaran y recuperaran los niveles de años atrás. Si el 1976 llevó desaliento a los ingenios azucareros de las na- ciones latinoamericanas y del Caribe, era poco probable que el año 1977 recién iniciado trajera noticias mejores.
Todas las esperanzas estaban cifradas en las gestiones adelanta- das ante la Casa Blanca para que la administración del presidente demócrata Jimmy Carter, a inaugurarse el día 20 de enero, elimina- ra una medida del presidente Gerald Ford que triplicó el arancel de cada libra de azúcar importada por los Estados Unidos de 0.8765 a 1.8765 centavos, y la concertación de un acuerdo internacional para regular los precios.
Una propuesta dominicana, formulada en noviembre del 1976 ante una comisión de la Cámara de Representantes del Congreso de los Estados Unidos, a favor del restablecimiento del antiguo y con- trovertido sistema de cuotas en ese mercado, había estado ganando simpatías en todo el hemisferio. Pero aun cuando lograra aprobarse, en el mejor de los casos, parecía improbable un retorno a la época dorada de 1974 y comienzos de 1975, cuando la libra del azúcar llegó a cotizarse hasta el nivel récord de 65 centavos de dólar. El problema consistía en que los corredores tendrían durante todo el año la certeza de que habrá siempre azúcares disponibles.
En enero, surgieron algunas expectativas prometedoras con el anuncio de que China estaba procurando desesperadamente crudos. No obstante, con excepción de algún repunte insignificante en las operaciones de un día del mercado de Londres, la situación del mercado permaneció inalterable durante todo el mes y los meses siguientes.
Quizás la razón era que parte de este azúcar que China ad- quirió y seguía procurando en el mercado mundial retornaría a él en refinos. La nación comunista asiática refinaba una considerable cantidad de los crudos importados para revenderlo luego a precios mucho más elevados. Por ese concepto ingresaban muchos millo- nes a las arcas de Pekín.
Ante tantos factores adversos y las perspectivas de nuevas caí- das de los precios en vista de las enormes proyecciones de la pro- ducción mundial, considerablemente mayor a las estimaciones del consumo, la República Dominicana confiaba en su solicitud formal a los Estados Unidos sobre el viejo sistema de cuotas, suprimido por acción del Congreso norteamericano el 31 de diciembre de 1974, por el apoyo de otros exportadores una vez superada la sorpresa inicial por lo inesperado de la iniciativa.
Sin embargo, la decisión disgustó a otros productores como Cuba, y dificultó el camino hacia la búsqueda de una posición co- mún de negociación de los productores del hemisferio, pero el Go- bierno de Santo Domingo estaba abocado a una catástrofe si no encontraba una solución a la crisis azucarera.
Más que ningún otro exportador, el azúcar era vital entonces para la economía de República Dominicana. A los precios prevale- cientes, por ejemplo, su industria azucarera representaba el 21 por ciento del Producto Nacional Bruto y el 60 por ciento de sus ga- nancias de exportación. La industria empleaba además alrededor del 60 por ciento de la mano de obra utilizada en el sector industrial del país. Quizá por ello el Gobierno dominicano estaba más incli- nado a encontrar una salida a la situación por medio de fórmulas bilaterales de negociación con los Estados Unidos, que consumía la mayor parte de su producción destinada al exterior, que a través de la presión de bloques como GEPLACEA.
Los responsables de la industria nacional del azúcar estimaban que el restablecimiento del sistema de cuotas mejoraría las pers- pectivas económicas de los productores, pondría a los países del hemisferio en mejores condiciones de negociar un acuerdo interna- cional en Ginebra y estimularía los niveles de precios del mercado mundial, debido a que una gran parte del volumen azucarero desti- nado a la comercialización internacional sería alejado del alcance de los corredores corrientes. Otros países consideraban, empero, que decisiones unilaterales como las que promovía la República Domi- nicana afectaban la unidad negociadora de los productores.
Ya reunidos en La Habana, las naciones productoras del hemis- ferio aceptaron la contundencia de los argumentos dominicanos al considerar que los cambios en el mercado doméstico de Estados Unidos influirían poderosamente sobre todo el espectro que con- forma el complejo mercado mundial del azúcar. La razón consistía en que en los últimos años, el 80 por ciento del consumo mundial de azúcar había sido absorbido por mercados de acceso restringido por medidas de carácter proteccionistas de diversa índole. El resto representaba el llamado “mercado libre mundial”, donde a pesar de sus limitaciones, de aproximadamente 18 millones de toneladas, recaía todo el peso de los superávits mundiales.
Lo que el Gobierno dominicano trataba de demostrar era, en definitiva, que si el productor azucarero norteamericano se exponía a graves perjuicios, no se debía a los incrementos de las importa- ciones de azúcar sino más bien a las condiciones imperantes en el mercado libre mundial al cual el mercado de Estados Unidos había estado vinculado desde la expiración de la ley azucarera que regía el sistema de cuotas para los abastecedores extranjeros.
En una exposición ante la Cámara de Representantes, la dele- gación dominicana expresó: “Cualquier medida que represente el
menor perjuicio para la mayoría de los países que exportan azúcar a los Estados Unidos tendría un efecto devastador en la República Dominicana. La puesta en vigor de un sistema de cuotas por países, como lo hemos sugerido, evitaría estas lamentables consecuencias y en especial, aliviaría la situación de los productores de azúcar do- mésticos”.
Ese era el panorama en los inicios de un año preelectoral que mostraba señales de un inevitable cambio de administración en las elecciones del 16 de mayo del año siguiente. Todos los indicios apuntaban ya entonces a un seguro y abrumador triunfo del Partido Revolucionario Dominicano (PRD), y de su candidato, el hacenda- do Antonio Guzmán Fernández y el fin del reinado del presidente Joaquín Balaguer, en el poder desde el 1 de julio de 1966.
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A pesar de los enormes recursos naturales del Continente, la tercera parte de la población latinoamericana, estimada en poco más de 300 millones de habitantes, subsistía en condiciones de po- breza extrema, según un informe de las Naciones Unidas presenta- do el 12 de marzo en Santo Domingo.
Ese era el ángulo más dramático del cuadro de injusticia so- cial que persistía y aún persiste en la América Latina no obstante el “gran despliegue de fuerzas productivas, que ha sobrepasado en algunos casos los pronósticos más optimistas”, según el informe. La República Dominicana no era una excepción, y en algunas áreas el panorama era más sombrío.
El informe, presentado por el secretario ejecutivo de la Comi- sión Económica para la América Latina (CEPAL), Enrique Iglesias, en la Tercera Reunión de Expertos Gubernamentales de Alto Nivel celebrada en un hotel de Santo Domingo expresa: “No es posible por cierto que la región se de por satisfecha con lo que ha venido ocurriendo en lo que toca a la distribución del ingreso, el empleo o el desigual desarrollo regional. “Más importante aún una región con tal generosidad de recursos naturales y humanos, no puede ver sino con ansiedad el hecho de que aún existan entre sus poco más de 300 millones de habitantes, 100 millones que viven en condicio- nes de pobreza crítica, socialmente inaceptables”.
Iglesias advirtió que uno de los “grandes imperativos” del presente y el futuro hemisférico es “encontrar la forma de conciliar los logros del crecimiento económico acelerado con una mejor distri- bución de sus frutos”. El funcionario de la CEPAL hizo un análi- sis de la situación económica de los países del Continente, para destacar que tan solo hace algunos años “la euforia de los precios de las materias primas hizo creer que se había terminado con uno de los grandes problemas de nuestro desarrollo: La vulnerabi- lidad externa. Poco tiempo bastó para que esa ilusión se disipara.
La idea de encontrar fórmulas comunes para encarar los problemas de orden económico y financiero que afectaban el desarrollo regional, tropezaba con la escases de recursos y República Domini- cana, en víspera de un año electoral, era un espejo de esa realidad.
A pesar de que algunos precios de materias primas y productos energéticos se habían mantenido favorables, persistían “situaciones dolorosas que preocupan hondamente a la región”, agregaba el in- forme.
El problema era que la caída brusca de los ingresos de expor- tación recortaban las tasas de crecimiento interno y creaban serios obstáculos a los programas de desarrollo nacionales creando como secuela un empeoramiento de las condiciones sociales de vida de las grandes masas en la mayoría de los países latinoamericanos. “A pesar de la mayor capacidad de resistencia de la región” sostuvo Iglesias, “ese hecho ha conspirado contra el esfuerzo interno y ha creado serias inquietantes a muchos gobiernos que miran con an- siedad creciente la persistencia de una situación que se hace más y más irresistible”.
Eso hacía necesario la fijación con claridad en esa cita de “las metas latinoamericanas frente a uno de los grandes propósitos ac- tuales del mundo en desarrollo: La construcción de un nuevo or- den económico internacional”, sostuvo Iglesias, quien definió así los propósitos de la conferencia: “Nuestro objetivo”, dijo, “es mirar al interior de los países latinoamericanos para hacer una pondera- ción serena y profunda de los logros alcanzados por la región en su desarrollo económico y social, y también de sus frustraciones. Y, en segundo término, observar las posiciones y relaciones internaciona- les de la América Latina en un momento de especial significación”.
En las proximidades de un proceso electoral apuntando a un cambio, el panorama nacional tendía a una atmósfera de crispa- ción política y social cada día mayor. La proyección de una crisis económica ensombrecía ya el escenario electoral a 14 meses de los comicios.
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Una semana después, el 19 de marzo, un destello de luz ilumi- nó fugazmente el panorama nacional. La prohibición del uso de la sacarina en los Estados Unidos y Canadá alentó esperanzas de un cambio favorable de los precios mundiales del azúcar, amenazados por una posible reducción de las importaciones norteamericanas del producto.
Pareció subrayar, además, la circunstancia de que el mercado continuaba expuesto a factores totalmente fuera del control por los países productores. Esto, naturalmente, entorpecía sus esfuerzos por imponer mecanismos que garantizaran precios justos y estables para el producto, vital para la mayoría de las naciones del hemisfe- rio al sur del Río Bravo.
Fuentes de la industria local estimaban, sin embargo, que el efecto de la prohibición podría ser anulado si el presidente Jimmy Carter acogía la recomendación formulada por la Comisión de Co-
mercio Internacional de Estados Unidos a fin de que se hicieran re- cortes sustanciales a las cuotas de importación de azúcar. Tal posibi- lidad afectaría considerablemente la participación latinoamericana en el mercado estadounidense, y con mayor ímpetu a la República Dominicana. De paso, dificultaría las gestiones que adelantaban esos países para lograr precios más remunerativos por el producto.
La reducción de las importaciones norteamericanas perseguía proteger a los productores norteamericanos, temerosos de ser arras- trados en el mercado de ese país. Los refinadores norteamericanos, que al igual que los productores latinoamericanos, serían afectados por una medida de ese tipo, advertían que la reducción resultaría en un desproporcional aumento de costos para los consumidores. No obstante, debido al uso expandido de la sacarina, uno de los edul- corantes artificiales de mayor uso entonces en los Estados Unidos, funcionarios dominicanos creían que se produciría un aumento en la demanda de azúcar, lo cual, necesariamente, debería repercutir sobre los depresivos niveles del mercado. Eso creían. Pero existía una preocupación justificada en la posibilidad de que una reduc- ción en las compras norteamericanas pudiera neutralizar el repunte que la prohibición del uso de la sacarina, que no había entrado todavía en vigor, lo que venía observándose ya en las operaciones del mercado. Se planteaba, además, en momentos en que la Repú- blica Dominicana y otras naciones exportadoras gestionaban ante la Casa Blanca la restauración del antiguo régimen de cuotas que amparó la ley azucarera eliminada el 31 de diciembre de 1974, tras 40 años de vigencia.
El presidente Carter tenía hasta mediados de mayo para tomar una decisión respecto a la propuesta de la Comisión de Comercio Internacional, de fijar un límite de 4.2 millones de toneladas mé- tricas para las adquisiciones de azúcar en el exterior. En términos numéricos el límite sería una poda de 2.8 millones de toneladas en la cuota de importación establecida en 1975, aunque de hecho solo unas 400,000 menos que las necesidades de importación real del 1976 en los Estados Unidos.
Las naciones productoras planteaban la necesidad de que la Casa Blanca mantuviera la cuota en 7.0 millones de toneladas a fin de contribuir a resolver los graves problemas de precios, que amenazbaa con llevar a la ruina a la una vez próspera industria del azúcar. De acuerdo con ese punto de vista, el sistema podría ser impuesto en base a un régimen de prorrateo entre los productores o simplemente -alternativa que favorecía el país- por medio de cuotas fijas y determinadas para cada uno de los abastecedores externos. Siguiendo los lineamientos de la antigua ley azucarera correspon- dería entonces a la República Dominicana una asignación anual de alrededor de 800,000 toneladas, cerca del 65 por ciento de su producción estimada esa época en 1,250,000 toneladas métricas.
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A comienzos de abril, los precios mundiales del azúcar dieron señales de estabilización. En las últimas semanas entre 9.40 y 9.75 centavos de dólar la libra. Si bien no constituía, por sí mismo, una noticia halagadora, era un buen indicio de que podrían venir tiem- pos mejores.
Las autoridades dominicanas tenían esperanzas de un repunte sensible en las siguientes semanas lo que tendría un impacto deci- sivo en el futuro del mercado. La razón era obvia. A partir del 18 de abril, las naciones exportadoras, y las grandes consumidoras a la cabeza de las cuales estaría Estados Unidos, se sentarían una frente a otras en Ginebra, Suiza, para trazar los términos de un nuevo acuerdo internacional sobre precios. Si las condiciones del mercado seguían siendo favorables para los productores al momento de la reunión, las perspectivas de que el tratado se redactara en términos de garantías de precios estables y remunerativos serían excelentes.
En cambio si continuaban las tendencias depresivas dominan- do la marcha del mercado internacional, no podían esperarse cam- bios radicales a la situación y así ocurrió.
En la segunda semana de abril, el Consejo Estatal del Azúcar (CEA) que vendió grandes cantidades a comienzos de año, declaró desierta una subasta con cotizaciones por encima del cierre de las operaciones del día en el mercado de Nueva York. Los corredores ofrecieron $9.87.6 dólares por quintal, poco más de tres puntos por libra por encima de los promedios en la jornada de la bolsa. Fue una subasta convocada para tantear el mercado, según expresiones del propio director ejecutivo del CEA, Rafael David Rodríguez, que produjo el resultado esperado al estimular las ofertas, lo que dio actividad a las operaciones y puso en evidencia la posibilidad de que los corredores se estuvieran quedando cortos de existencia.
Sin embargo, los informes de que la producción mundial so- brepasaría en 1977 las proyecciones del consumo en casi 6,000,000 de toneladas métricas, condicionaban la marcha del mercado.
La esperanza de buenos precios dependía de cambios en las predicciones, debido en parte a los efectos, que se creían devasta- dores, en algunas áreas productoras del mundo por la sequía, en algunos, y las heladas, en otros. La gran interrogante seguían sien- do, sin embargo, China comunista y la Unión Soviética. Si ambos recurrían al mercado, sería inequívoco indicio de que necesitaban azúcar y entonces podría esperarse una modificación radical de las tendencias mundiales de precios.
Las autoridades dominicanas esperaban, de todas formas, ven- der por encima de los 10 centavos. Pero mientras la administración del presidente Carter no decidiera sobre la cuestión crucial de im- poner tarifas o restricciones a la entrada de azúcares extranjeros -lo que afectaría tremendamente a la República Dominicana-, no era razonable hacerse muchas predicciones ni alentar demasiadas espe- ranzas. Y aun cuando Carter atendiera al reclamo dominicano y de otros abastecedores extranjeros, imponiendo cuotas flexibles recha- zando el establecimiento de medidas restrictivas y proteccionistas, no parecía sensato aspirar a más de once centavos, por lo menos ese año. La época dorada del boom, en que se vendió entre 30 y 60 centavos, no regresaría en mucho tiempo.
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A comienzos de mayo, el nuevo gobierno marxista de Etiopía dio señales convincentes hacia un acercamiento con la Unión So- viética. Primero expulsó a todos los funcionarios de agencias nor- teamericanas y luego asesinó a más de 350 estudiantes durante un sangriento fin de semana. En su mayoría jóvenes adolescentes y niños indefensos, las personas asesinadas por el “Ejército de Libe- ración” etíope participaban en una manifestación callejera contra el gobierno de Addis Abeba. Delito imperdonable para un régimen de fuerza que sin base popular evidente trataba de imponerse por el te- rror y la brutalidad. Los hechos en la capital de Etiopía constituían uno de los genocidios más terribles de los últimos años. Tiranos como Idi Amín se hubieran llenado de asombro y sonrojo solo de pensar en esa posibilidad. Pero los países del llamado Tercer Mun- do y el bloque comunista que prestos se movilizaban en el marco de las Naciones Unidas para denunciar las “represalias” israelíes, el monopolio de la información de las naciones capitalistas y las “agresiones” de Occidente al mundo en desarrollo, adoptaban un silencio cómplice con la matanza.
Los sangrientos sucesos en Addis Abeba comenzaron cuando tropas leales al régimen marxista del general Mengistu Haile Ma- riam, dispararon salvajemente a estudiantes que distribuían pan- fletos contra recientes medidas gubernamentales. Y todavía con las manchas de sangre en los pavimentos, Mariam tomó un avión puesto a su disposición por las autoridades soviéticas para visitar al Kremlin y ponerse a las órdenes del amo en Moscú.
Mientras esto sucedía al otro lado del mundo, el presidente Carter rechazaba esa semana aprobar nuevos recortes en la cuota de importación de azúcar asestando así un serio revés a la Comisión de Comercio Internacional (CCI) partidaria de la imposición de
restricciones al mercado azucarero norteamericano. La medida fue anunciada luego de una reunión en la Casa Blanca entre Carter y los embajadores de cinco de los más importantes países productores de azúcar de América Latina, incluyendo la República Dominicana. De esa forma, la administración demócrata atendía las demandas a favor de un mercado estadounidense más abierto. La República Dominicana, entre otros países productores, había advertido que la formulación de una política proteccionista afectaría sensiblemente los esfuerzos de esas naciones para hacer frente a los desequilibrios de balanza de pagos acentuados en los últimos años por el alza del petróleo y la caída brusca de las cotizaciones mundiales del azúcar.
Funcionarios en Santo Domingo dijeron que el anuncio po- dría ser el paso inicial hacia un restablecimiento de las cuotas de importación entre todos los países abastecedores, lo cual propor- cionaría a estos un monto determinado para su venta a Estados Unidos, tal como existía bajo la ley azucarera que expiró el 31 de diciembre de 1974.
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El presidente Joaquín Balaguer hizo a mediados de mayo un anuncio por el que habían esperado los sectores empresariales desde hacía años. Durante una reunión en el Palacio Nacional con un grupo de hombres de empresa, Balaguer informó que el Gobierno consideraba seriamente la posibilidad de regular el campo de acción de las inversiones extranjeras. La finalidad era delimitar el campo de acción de los capitales foráneos de manera que no afectaran in- tereses nativos ya instalados o en proceso de instalación. Si bien el presidente no entró en detalles, limitándose a informar que exper- tos del Banco Central con la ayuda de un técnico de las Naciones Unidas trabajaban en la redacción de un proyecto de esa naturaleza, fue evidente que el anuncio agradó a los medios empresariales do- minicanos.
En el pasado reciente, los empresarios nativos habían ganado una batalla contra los intentos del Instituto Venezolano de Petro- química (IVP) de establecer una gigantesca planta de fertilizantes en Andrés, Boca Chica. Su férrea oposición al proyecto, que in- cluiría mayormente capital estatal mixto, hizo que este fracasara en 1967 y frustrado varias tentativas posteriores para revivirlo.
Escribí, entonces que cualquier legislación encaminada a deli- mitar el marco de acción de los capitales foráneos debería establecer las bases sobre las cuales se consentiría la operación de empresas extranjeras, sean estas norteamericanas, inglesas o venezolanas, en la explotación de los recursos naturales no renovables.
Por más algarabía y celebraciones en torno a los recientes con- tratos de exploración petrolera y explotación de oro, ferroníquel y bauxita, era obvio que los intereses nacionales no quedaban muy bien librados. Algunos funcionarios alegaron que una política muy rígida ahuyentaría las inversiones, cosa que no se aplicaba a la Al- coa, que explotaba, durante años los yacimientos de bauxita de Cabo Rojo, Pedernales. El nuevo contrato autorizaba un aumento de las exportaciones en momentos en que la tendencia mundial era a la conservación. El secretario de Finanzas, Víctor Gómez Bergés, se refirió a que el nuevo acuerdo garantizaba al Estado dominicano ingresos superiores a las “migajas” que año tras año había estado entregando la Alcoa por la enajenación de un recurso nacional que, una vez finalizada la explotación, desaparecería. Si el aumento de los beneficios del Estado serían consecuencia directa del aumento de la extracción del mineral, lo mejor hubiera sido quedarnos con el viejo mamotreto de contrato, escribí en mi columna diaria.
A finales de mayo, el presidente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), el mejicano Antonio Ortiz Mena, sugirió medios más adecuados y efectivos de cooperación económica internacional para promover la estabilidad y el crecimiento económico de las na-
ciones en desarrollo. Su declaración fue la esencia de un discurso en una reunión conjunta de varios organismos internacionales. Básica- mente, Ortiz Mena propuso que al propiciarse un mejoramiento de los términos de la cooperación internacional, se otorgara un justo reconocimiento a las necesidades particulares de los países en desa- rrollo, productores de materias primas. Dijo también que las condi- ciones de pobreza extrema en algunas regiones del vasto mundo en desarrollo mostraban que la ayuda internacional debía ser orientada hacia allí en condiciones altamente concesionales y destinada en un volumen apreciable a programas y objetivos humanitarios tanto como a simples planes de desarrollo.
Y advirtió sobre el peligro que representaba para la comunidad internacional disminuir la ayuda a los países en desarrollo que ha- bían logrado cierto progreso económico social, pues evidentemente ello podría significar un retroceso. En esta categoría el economista mexicano se refirió a varios países de la América Latina, entre ellos a la República Dominicana. “Es esencial y de interés para la comuni- dad internacional, que los países en desarrollo en etapa intermedia continúen contando con la cooperación económica internacional”, dijo. El planteamiento fue acogido por el Gobierno dominicano y ampliamente desplegado por la prensa nacional. En parte porque coincidía con una crisis de abastecimiento de carne de res que afec- tó esa semana a los consumidores, y revivió la necesidad de buscar fórmulas, con carácter de urgencia, para cambiar los patrones de consumo a fin de que los dominicanos adquieran otro tipo de carne más barata, menos escasa y de tanto o mayor valor nutritivo. Era paradójico que compartiendo una isla, y rodeada casi en su totali- dad por el Caribe y el Atlántico, la República Dominicana no fuera una importante consumidora de pescado y otras especies marinas. En muchos países el consumo de carne de res era entonces casi un lujo de las clases adineradas. La industria pesquera, prácticamente inexistente en el país, podría plantear solución a muchos de los pro-
blemas de alimentación que padecía el pueblo dominicano. Pero el tema no figuraba en el debate electoral, a un año de las elecciones.
Se creía importante dar impulso a los programas del Instituto de Desarrollo y Crédito Cooperativo (IDECOOP) para transfor- mar la hasta entonces rústica y poco rentable actividad pesquera nacional en una industria sólida y auxiliar del desarrollo nacional. Pero el tema continuó fuera de la agenda nacional por los años si- guientes.
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A finales de mayo, el asesor económico del Poder Ejecutivo, Carlos Séliman, dio a conocer los resultados de las primeras explo- raciones petroleras realizadas en el país, diciendo que existían evi- dencias de que en el subsuelo dominicano podría haber reservas de crudo suficientes para suplir las necesidades energéticas del país de los próximos 20 ó 25 años. La importancia de ese supuesto hallazgo consistía en que si la República Dominicana pudiera autoabaste- cerse se ahorraría 200 o más millones de dólares, que entregaba cada año a Venezuela en el pago de sus costosísimas y cada vez más elevadas importaciones petroleras.
Era necesario destacar, como lo hice en mi columna, que en el caso de que existiera realmente petróleo en cantidades que justifica- ran una explotación comercial en gran escala, el Gobierno domini- cano debería dotar al país de una efectiva legislación, lo más rígida posible, que garantizara la preservación de ese recurso vital y evitara la enajenación que tan alegremente había caracterizado la explota- ción de otros recursos no renovables.
El anuncio sobre el petróleo planteaba una pregunta sobre los acuerdos de cooperación bilateral domínico-venezolana. Ocho años de esfuerzos en ese sentido habían dejado un impenetrable manto de dudas sobre el futuro de una comisión mixta que trató en vano
durante ese lapso de forjar las bases de un nuevo entendimiento entre ambos países. Con excepción de algunos resultados realmen- te positivos en materia de asistencia en alfabetización de adultos, y algunos avances menores en el orden económico, nada parecía indicar que en este empeño se colmaran algunas de las aspiraciones básicas dominicanas.
El nuevo aplazamiento de la retardada séptima conferencia de la comisión mixta de ambos países creaba la incertidumbre de que Venezuela, desalentada por el fracaso de sus gestiones para la in- versión aquí de fuertes sumas de dinero en el campo petrolero y la industria petroquímica, perdiera interés en la realización de otros proyectos bilaterales sobre los cuales se forjaron muchas esperanzas.
El 15 de agosto de 1976, el canciller comodoro Ramón Emi- lio Jiménez Reyes y el embajador de Venezuela, general Audeliano Moreno, ratificaron un acuerdo de cooperación técnica que resu- mía algunos de los proyectos que el Gobierno deseaba encaminar con la ayuda de la experiencia venezolana en determinados campos. Muy pocos creían nueve meses después que realmente esos planes pudieran realizarse. Por lo menos en la medida en que la parte do- minicana lo deseaba.
Existían razones para creerlo. La séptima conferencia de la co- misión mixta, encargada de determinar la forma en que debía cana- lizarse la cooperación debió efectuarse originalmente en octubre del 1976. Por razones que se desconocían -y respecto a las cuales existía un hermético silencio oficial de ambos lados- la reunión había sido pospuesta en más de cuatro oportunidades.
El canciller Jiménez dijo que tendría efecto en enero del 1977 en Caracas. El anuncio más que una sorpresa pareció confirmar los temores de que hondas desavenencias respecto a los objetivos del programa indujeran a los venezolanos a aplazar su realización. Venezuela no ocultaba su verdadera intención en este esfuerzo con-
junto. Por los más diversos conductos, diplomáticos y extraoficiales, el Gobierno caraqueño insistía en la necesidad de que la agenda de la aplazada conferencia incluyera un viejo y un controvertido pro- yecto para la construcción en el país de una planta de fertilizantes de capital mixto, pero indudablemente bajo el tutelaje venezolano, y planes para la inversión de dinero estatal de ese país en explo- ración petrolera en la República Dominicana. Posteriormente, se había tocado el tema de una participación de Venezuela en la planta refinadora dominicana que operaba en partes iguales, el Estado y la compañía Shell.
Como los proyectos venezolanos habían despertado oposición sistemática en los medios empresariales dominicanos -lo que impe- día el crecimiento del interés que en ello pudiera tener el Gobierno nacional-, la otra parte de la comisión mixta fue perdiendo entu- siasmo por cumplir a cabalidad con sus compromisos.
Un editorial de fecha 6 de septiembre de 1976 publicado por El Caribe resumió las suspicacias que los proyectos venezolanos ori- ginaban en amplios círculos locales. En cuanto al proyecto de un complejo agroindustrial que también proponían los venezolanos, decía: “Creemos que, al parecer, ese si es un asunto que podría in- teresarnos. Sin, embargo, también debe ser estudiado con mucho cuidado y recibir el máximo de publicidad de modo que la opinión pública nacional tenga la oportunidad de manifestarse de una ma- nera clara y razonada sobre sus fundamentos y alcances”.
“En vista de todo esto, nos parece oportuno insistir”, conti- nuaba el editorial, “en que se debe limitar, de una vez por todas, el campo reservado a las inversiones extranjeras, cualquiera que sea su naturaleza, de modo que los intereses generales de la Nación y de sus ciudadanos queden debidamente protegidos”.
Un industrial me comentó en esos días que si realmente la tendencia actual era reducir el área de influencia de los intereses
foráneos en las esferas política y económica de este o cualquier otro país, “¿qué importancia tiene que ese capital sea chino, yanki, ruso o venezolano?”.
En conferencias latinoamericanas había quedado demostrado la forma en que los grandes de la región se disputaban la supremacía del poder, la hegemonía del mando, casi siempre en menoscabo de los intereses de los más pequeños, como la República Dominicana, Haití, Nicaragua, Guatemala, Costa Rica y Bolivia.
Un periódico colombiano editado en inglés –The Papers– al analizar la lucha que intereses petroleros venezolanos libraban en la República Dominicana con empresas norteamericana para obtener el monopolio de la exploración y eventual explotación de yacimien- tos de petróleo, encabezó la información con el siguiente título: “Alerta mundo: ahí vienen los venezolanos”.
¿Estaríamos ante una versión moderna de la antigua, fábula del “Tiburón y la sardina”?, pregunté en mi columna.
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A mediados de año, a los problemas propios de la caída de las materias primas en los mercados internacionales, se agregó un nue- vo aumento del petróleo. La llegada del año había traído la desagra- dable noticia de un aumento de 15 centavos en la venta al público del galón de gasolina y alzas en otros combustibles derivados del petróleo y los dominicanos sufrieron más incrementos en los pre- cios de esos productos a mediados de año.
En julio entró en vigor la segunda fase, de un cinco por ciento, del sistema escalonado de precios aprobado a mediados del mes anterior en Doha, Qatar, por la Organización de Países Exporta- dores de Petróleo (OPEP), de la que Venezuela, principal suplidor dominicano, era socio fundador. Con excepción de Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos, los otros once miembros del cartel dispusieron un alza del 10 por ciento.
Como afirmara el Gobierno, se impusieron restricciones y aus- teridad en los gastos fiscales y se encarecieron la mayoría de los productos industriales que el país importaba desde las naciones in- dustrializadas. De 45,000,000 de dólares en que se estimaron los gastos dominicanos en petróleo en 1973, año en que se cuadru- plicaron los precios del crudo tras la guerra del Iom Kippur en el Medio Oriente, el país debió invertir en el año 1976 alrededor de 179,000,000 de dólares en la adquisición de los 13,500,000 barri- les de crudo que requirieron sus necesidades energéticas. Los ex- pertos vaticinaron que en el 1977, debido a los nuevos precios y la demanda creciente de combustible, esas compras podrían significar un mínimo de 200,000,000. Las perspectivas en julio no parecían promisorias para el resto del año y la oposición política veía en ello perturbaciones en el clima electoral.
Los graves problemas que esto planteaba al país podían agudi- zarse si continuaba la depresiva tendencia en los mercados mundia- les del azúcar, que hicieron descender los precios del primer pro- ducto de exportación dominicano del nivel record de 65 centavos que alcanzó a mediados de 1975 a siete y ocho en los últimos meses del 1976.
Las perspectivas de precios azucareros parecían inciertas a pe- sar de la apertura del mercado preferencial estadounidense debido principalmente a las proyecciones de la producción mundial que, según analistas locales e internacionales, serían en 1977 superiores en casi 6,000,000 de toneladas cortas a los estimados del consumo. Además se temía el uso cada vez mayor de edulcorantes artificiales extraídos del maíz por parte de las industrias del dulce y gaseosas de los Estados Unidos, que era el mercado mayor.
La caída del mercado azucarero y el alza astronómica del pe- tróleo tuvo un impacto muy fuerte sobre todo el cuadro económico nacional, a pesar de que el país mantuvo una tasa de crecimiento extraoficialmente estimada en un 5.0 por ciento, óptima dentro del
cuadro general que vivía América Latina y otras zonas en desarro- llo. Economistas y funcionarios adelantaban que las cifras oficia- les sobre la balanza de pagos, cuando fueron dadas a publicidad, ofrecerían una idea más exacta de la forma en que esos factores del intercambio internacional repercutirían sobre el país.
El presidente Joaquín Balaguer había dicho, en un mensaje de fin de año al Congreso Nacional, que el 1977 sería de prueba difícil aunque no catastrófico. Las autoridades cifraban grandes esperanzas en un auge de la producción agrícola, especialmente el café debido a los altos precios del grano en los mercados mundiales, y en la acti- vidad minera como factores de compensación de la crisis azucarera. Los ingresos por la venta de azúcar y otros derivados de la principal industria nacional descendieron en 1976 en decenas de millones de dólares, aunque las exportaciones alcanzaron niveles solo inferiores a las cifras récord de 905.0 millones de 1975 en las que influyeron los precios elevados del azúcar.
Los esfuerzos del Gobierno en 1976 para lograr acuerdos bi- laterales con Venezuela que permitieran al país aligerar la pesada carga que implicaban sus importaciones petroleras, culminaron a finales de noviembre en un convenio objeto de numerosas críticas y que aparentemente no permitían a los dominicanos hacerse dema- siadas ilusiones.
Venezuela, a través del Fondo de Inversiones de ese país, otor- gó un préstamo de 60,000,000 de dólares al Banco Central de la República para financiar alrededor del 40 por ciento, según fuentes oficiosas, de las adquisiciones que el país haría en la nación suda- mericana ese año. Fue otorgado a un interés fijo del ocho por ciento anual y tenía que ser totalmente amortizado en 1980. El acuerdo, saludado en Venezuela y en algunos círculos dominicanos como la “panacea” del problema energético nacional, no significaba, sin embargo, ninguna solución a corto ni a largo plazo a las crecientes y encarecidas necesidades petroleras del país.
Por el contrario, según opiniones de la época, el país debió ero- gar alrededor de cinco millones de dólares adicionales en 1977 en el pago de intereses y debió pagar 20 millones del capital al régimen de Caracas en 1978, además de los intereses, un año que por demás sería crucialmente difícil para la nación debido a que se efectuarían elecciones generales. Para encarar la situación el Gobierno anunció que se proponía sondear la posibilidad de encontrar asesoramiento y ayuda financiera europea para fomentar sus dilatados planes de exploración petrolera.
Los editoriales de la época sugerían que los altos precios del pe- tróleo, que Venezuela elevó nuevamente a mediados de ese año, po- dían definitivamente obligar al Gobierno a acelerar sus programas en busca del crudo que se afirmaba entonces se encuentra bajo el subsuelo dominicano. Muy propio del optimismo oficial, los funcionarios que entrevisté creían que este era el único lado bueno de la crisis energética mundial.
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