Las heridas físicas y emocionales no doblegan a Rosa María Morillo

Fue de las sobrevivientes de la explosión en San Cristóbal junto a su hija

Por Adalberto de la Rosa 

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JUEVES, 31 AGOSTO, 2023: Rosa María Morillo no solo ha sido una sobreviviente de la explosión del lunes 14 de agosto en San Cristóbal junto a su hija de seis años, sino también de la vida. Aunque sus heridas físicas comienzan a sanar, las emocionales no parecen tener antídoto, los traumas del presente y el pasado irrumpen su mente por momentos, pero no logran doblegarla.

Postrada en una cama, en una alquilada y destartalada vivienda de hojalatas del barrio Jeringa, a pocos metros del río Yubazo, donde la pobreza pega a la vista por doquier, Rosa permanece casi inmóvil. Tiene quemaduras en los glúteos, que cuando se adhieren con las gasas e intenta moverse, le sale un: ¡Ay, ay, ay! de desahogo y la respiración se le acelera.  

Su brazo y pierna derecha son los más afectados. Una herida en toda la extensión del dedo índice derecho podría dejarlo inhabilitado. Las quemaduras fueron causadas por un plástico que fue a comprar a la tienda Toledo para cubrir el techo de su casa y que al momento de disponerse a pagar el artículo ocurrió la explosión y el plástico se le derritió encima.

La casita donde vive Rosa con su hijo en lo que Jòmpeame repara la suya.

Al preguntarle cómo se sentía, la respuesta fue más de la esperada, el trauma sigue latente: “Muy mal, me he sentido muy mal, o sea, eso fue algo como frustrante…el otro día estaba lloviendo y sonó un trueno, pero eso no era un trueno normal, una cosa que explotó y yo me puse a vocear como loca, ¡auxilio ayúdenme que me quemo otra vez! prácticamente casi me da un infarto”.

Pese a su trágica situación, Rosa ha recibido manos solidarias. Desde la Capital, un médico va a curarla interdiario y dos vecinas la bañan, algunos les ayudan con la comida de sus dos hijos de 10 y 14 años. Su hija Carla de seis años, ya está fuera de peligro y la cuida una tía desde antes de la tragedia.

Una difícil vida

Rosa tiene 29 años de edad y desde pequeña su vida ha sido difícil. Cuenta que nació en una comunidad de San Juan y hasta los 12 años vivía con su padre, de quien dice no guarda buenos recuerdos porque siempre la maltrató, física y psicológicamente. No sabe quién es su madre porque, cuenta, que su padre nunca se lo reveló.

A los 12 años su padre la abandonó y comenzó a deambular por las calles, dormía en el parque, debajo de los bancos, cerca del destacamento de la Policía, como buscando protección. “Me recuerdo que la primera noche que me tocó dormir en la calle, yo busqué uno de esos cuarteles y me puse un cartoncito debajo de un banco y me metí ahí, un policía me vio y me preguntó qué hacia ahí y le dije que no tenía a nadie y ahí me llevó un pan y un juguito y yo me comí un pedazo de pan y para el otro día, yo dejé el otro pedazo de pan y el juguito”.

Y continuó narrando: "Al otro día empecé a andar por la calle, así deambulando, llegué a dormir a la orilla del Malecón, me acuerdo que iba pasando por donde una gente que estaban haciendo una parrillada y me dieron un ala de pollo. Yo dije: 'bueno, me voy a comer un pedacito y voy a dejar otro pedacito para mañana'”, cuenta.

Pese a deambular por las calles, Rosa habla con orgullo que nunca fue abusada sexualmente, pero tampoco robó ni “uso vicios” de drogas o alcohol. Sus tres hijos son el motor que impulsa su lucha por la vida, los cuida de todo mal y trata de evitarles los traumas por los que ha pasado desde su niñez. Dice que le hubiese gustado conocer a su madre, que estuviera con ella en momentos como este o durante los partos, pero tampoco guarda rencor.

Crisol de la vida

Han sido tantas las penurias y vicisitudes por las que ha tenido que pasar Rosa que sus lágrimas se han secado, no llora por cualquier cosa, cuenta de su niñez y lo de ahora sin aflicción, con narrativa clara y coherente. Es fuerte como el roble y honesta, puesta a prueba por las familias que han depositado su confianza en ella al abrirle las puertas de sus hogares para los quehaceres domésticos.

“Gracias a Dios no cogí ningún vicio en la calle porque eso no era lo que yo quería para mí, yo quería estudiar, ser alguien en la vida, cosa que no pude”. Solo cursó hasta el sexto grado y pudo tener documentos cuando nació su hija Carla, de seis años, porque su padre nunca la declaró.

“Me preocupa en términos económicos porque yo nada más trabajo casas de familia y ya eso es una cosa que ya no es válida, porque no estoy trabajando, no tengo un sueldo fijo ni nada de eso, entonces los muchachos siempre hay que estar comprando lo que es una chancleta, que es un zapato. Por ejemplo, ahora para escolares y toda esa cosa ya van a entrar a la escuela, es difícil porque uno no está trabajando y uno no tiene de dónde agarrar”.

Hasta ahora se ha estado manejando con RD$50,000 que le entregó el Gobierno a ella y demás víctimas de la explosión, con eso compró los útiles escolares a los niños, pero está consciente de que lo que resta no dura para mucho.

Un testimonio

Domingo de la Rosa es vecino de Rosa y habla de ella como un ser extraordinario, solidario, preocupada por los suyos de los demás. Dice que es una voluntaria, trabajadora, que se ha ganado el respeto de sus vecinos.

“Esa mujer apenas descansa los domingos y a veces. Esa es una mujer que si usted le duele la cabeza ella primero pasa por la farmacia antes de llegar a su casa y le compra una pastilla, yo la quiero como a una hija, no tiene hambre, si usted necesita diez pesos y ella lo tiene se los da”, cuenta.

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